Primero pediré disculpas por mi rol de laudador, tan inmerecido. Decenas de escritores aquí presentes, y otros tantos críticos y académicos lo hubieran hecho mejor que este cronista. Luego le pediré disculpas, señor Auster, por la necesidad de ser traducido de mi español a algún tipo de inglés. Nos acompañará aquí esa experiencia espantosa de la traducción: quedar en manos de un desconocido, persiguiendo la comprensión. Debemos confiar, eso sí, teniendo en cuenta lo más importante que quizás usted nos deja en su obra, en que cualquier malentendido es simple causa del tiempo presente, tan traidor: si algo malo, imprevisto ocurre, durante esta laudatio, seremos exiliados en su propia literatura, al resguardo de la sabia, implacable, vital confusión.
Con su primer gran libro, La invención de la soledad, Paul Auster ha conseguido perturbarnos hasta dejarnos solos como huérfanos. Esa horfandad real, que sobreviene con un llamado telefónico en el que le dicen que su padre murió, un día de 1979, –como sucederá 23 años después con su madre en Diario de Invierno— jugará luego un partido siempre chicanero con su literatura. Gran parte de las 16 novelas de Auster caminarán el abismo del ser hijo y del ser padre sin pretender jamás la redención de un vínculo que parece imposible sin una cuota de desgracia. Y es por donde prefiero comenzar: en esa familia de clase media de Newark, en el estado de New Jersey, en los años 50, hecha de un hombre golpeado por la sombra de la muerte de su propio padre cuando él era un niño, portador de un secreto que se lleva a la tumba; una mujer bella, encantadora y protectora que resistirá junto al niño hasta el inevitable divorcio; una niña hermosa como un hada que en sus primeros juegos choca contra su sufrida salud mental; y el pibe, un soñador que se refugia en el béisbol americano –pasión eterna por los Mets—y en los libros donde encontrará el pasado y el futuro.